También me pidieron que fuera bien vestido, sin ser formal. Y me llené de dudas. Bien vestido, sin ser formal. Bien vestido. Sin ser formal. Me puse un traje y me lo saqué. Después me probé un chaleco. Me arrepentí de haberlos llamado, no debería haberlos llamado. Debería cancelar, pensé, decir que no puedo. Me acosté a dormir con la solución: llevo dos opciones de ropa, problema resuelto. Me desperté y me dije que no, es una ridiculez llevar dos opciones. Solo tengo que ir prolijo, pantalón de vestir y camisa. Eso es bien vestido sin ser formal, no es ni traje ni chaleco. ¿O me equivoco?
Están atrasados. Pienso que se olvidaron de mí, después se me ocurre que el evento se canceló, o que tuvieron un accidente. El cielo está despejado, el ciclón será otro día. El pie vuelve a moverse. Solo está quieto cuando decido frenarlo, cuando lo pienso y me concentro en frenarlo. Para eso necesito respirar profundo. ¿Cuánto hace qué me pasa esto? Quiero que me manden un mensaje y me digan que se canceló. No me enojo si se olvidaron de mí. Antes el pie se me movía, igual que ahora, como un segundero, pero era porque empezaba a escuchar una canción y después la canción se repetía en mi cabeza o en mi subconsciente. Ahora el segundero del pie no tiene origen. El pie no está bailando. No sé qué está haciendo. Frena el auto. Subo con torpeza porque hay varias cajas. Están bien vestidos sin ser formales, están de vestido, y de traje y corbata. ¿Por qué soy tan torpe? Me ofrecen un mate. Odio el mate, nunca me gustó. Dame, sí, gracias, digo. Prefiero tomar mate a explicar que no me gusta. Tomo. A una de ellas le llega un mensaje, es Natalia, ya nos retó por estar llegando tarde. Hablan de Natalia. Hablan bien y mal, aunque hablan más mal que bien. Cuentan que una vez la tal Natalia salió con un tipo y que en un momento empezaron a chuponear. Todos saben que al principio los besos son inconexos, que a medida que uno va conociendo, chuponeando con el otro, todo fluye mejor. Pero en este caso el tiempo pasaba y el chuponeo seguía siendo un desastre. Ella giraba la cabeza para un lado y el tipo no atinaba a girarla para el otro. Cuando ella abría grande la boca, él la cerraba y las lenguas se desencontraban o se encontraban con dificultad. Entonces parece que la tal Natalia se hartó y cortó el beso. Juntó las cosas que llevaba, los puchos y el celular, y le dijo al tipo que no se iban a entender, que todo bien, pero que era mejor no perder el tiempo. Todos se rieron. Yo también. La cabeza con corbata azul dijo que Natalia era hermosa, y la de corbata roja dijo que él no podría salir nunca con Natalia. Yo no lo dije, pero tampoco podría salir con una persona así, aunque me encantaría hacerlo. El resto del trayecto no presté atención a la conversación. Miré por la ventana, ¿por dónde iba a venir el ciclón?
Leé también
El hombre de la playa, un cuento de Martín Otheguy
Me piden que ayude a bajar las cajas y que las lleve al depósito. Cuidado que son frágiles. Podría llevar de a dos, pero voy por la segura y llevo una a la vez. Después de cuatro viajes, termino con las cajas y entro al salón. Alrededor de una mesa están los demás. Sus espaldas de traje tapan la cara de quien habla. ¿Será Natalia? Le veo las piernas, no muy atractivas, y la punta del vestido negro. Su cabeza se hace lugar para mirarme y se interrumpe.
—Al fin —dice. Las espaldas se abren y me miran. Le quiero decir que estaba bajando las cajas, y que por eso entré tarde, pero no me da el tiempo.—Vení —me dice, y se acerca mirándome de arriba a abajo. Me agarra del hombro.—Esto es bien vestido sin ser formal, ¿entienden? Con ese traje, ustedes no se distinguen de los invitados, y tiene que quedar claro que los distinguidos son los invitados, y no los que trabajamos en el evento. Por favor, no era tan difícil. ¿Cómo te llamás?—Pablo.—Bien, Pablo, vení.
La acompaño hasta un escritorio lleno de papeles y computadoras. Agarra el enchufe de la impresora y me lo muestra. Es un enchufe gordo de tres patas chatas, las dos de arriba torcidas.
—Necesito que me traigas un trifásico o un adaptador para esto, no quiero que te apures, pero tampoco demores. Anotá acá tu celular por si necesitamos algo más. Apenas vuelva Pablo imprimimos los guiones y hacemos repaso general —le dice al resto.
Otra chica me dice:
—Pará que te doy el número de rut, traé factura. Y empieza a buscar entre sus papeles.
Natalia se sienta frente a la computadora y, sin mirarme, dice de memoria:—216216220016.
Termina de decirlo y me mira. Yo demoro en terminar de escribirlo, dudo, apenas, sobre el final, pero no le pregunto de nuevo. Me da plata.—Gracias, corazón —me dice.
Salgo. El cielo se nubló completamente. Camino buscando una ferretería o una casa de electricidad. Bien vestido, sin ser formal. Ya sé cómo termina este día. No te apures, pero no demores. Yo en la cama agarrando el celular una y otra vez para ver si Natalia me escribió. Gracias, corazón. Sé que me voy a agarrar de todo lo que podría tener otro sentido. Su mano en mi hombro, su mirada mientras escribo el rut, el pedirme que anote mi celular. Todo eso lo concibo como otra cosa. Me acarició el hombro, me miró, me pidió mi número. Camino tranquilo, sin apurarme. Encuentro un local y entro. Busco el adaptador. Hay miles. En realidad, hay tres tipos, pero no estoy seguro de cuál llevar. Los agarro y los comparo. Veo los orificios por donde entraría el enchufe, visualizo las tres patas gordas y chatas, las dos de arriba torcidas. Gordas y chatas, pienso. Se parece al bien vestido sin ser formal, al no te apures pero no demores. Escucho un golpeteo en el piso. Es mi pie. No sé hace cuánto se está moviendo.
Jorge Fierro
No sé qué adaptador comprar. Estoy demorando, necesito apurarme. Camino hasta la caja con dos adaptadores. No es que me haya acariciado el hombro, que me haya mirado y me haya pedido mi número. En realidad me está controlando, está siendo la jefa y yo el subordinado. Le explico al empleado lo que necesito, le describo el enchufe de la impresora. No me presta atención. ¿Cómo me dijiste?, me pregunta. Le explico de nuevo. Agarra los adaptadores que llevé hasta la caja y los mira. Me fijo la hora en el celular, pero no sé a qué hora salí. No sé cuánto estoy demorando. Tengo un mensaje que dice: Tráeme una caja chica de Lucky Strike. El que necesitás es este, me dice el empleado. Yo lo miro, ¿estás seguro? Porque son entradas torcidas y acá parecen rectas. Sí, me dice. Pero entra, te aseguro que entra. Bueno, le digo. Preciso factura con rut. No me anda la impresora, me dice. Llevo mis manos a la cintura. No sé qué hacer. El tipo me hace una mueca, disculpá, me dice. ¿Puedo venir a buscar la factura en un rato?
Leé también
El recepcionista, un cuento de Natalia Mardero para el verano
Apoyo el adaptador y los cigarros en el escritorio. No digo nada de la factura. Tampoco me preguntan. La chica saca el adaptador del nailon y se dispone a enchufar la impresora. Mira el enchufe y mira el adaptador. Lleva las patas gordas y chatas a los orificios y no logra que encastre. Me mira, la mira a Natalia. Intenta de nuevo. Yo atino a arrimarme cuando dice no sirve. Natalia levanta la cabeza del monitor. La mira a la chica y después a mí. Se para y agarra el adaptador. Mira el enchufe. Lleva las patas a los orificios y hace fuerza. No entran. La chica me mira y no deja ninguna duda, no es una mirada con doble sentido: es una recriminación, un odio absoluto hacia mi persona. Natalia se encorva y lleva las manos hacia la cintura, hace fuerza y logra incrustar el enchufe. Conecta la impresora. Se sienta y manda imprimir los guiones. Mira a la chica, seria, me mira a mí, parece que va a sonreír. No lo hace.
Reunión de equipo y repaso. Natalia comanda. Falta media hora para que arranque el evento, dice. Si prestan atención, no hay que repetir. Pregunten si tienen dudas, pregunten ahora, este es el momento de las preguntas. El dueño de la empresa se llama Gonzalo Schildknecht. Por favor, aprendan el apellido. Schildknecht. No le podemos decir Gonzalo, ni señor, ni che, ni bo. Es señor Schildknecht. A ver, díganlo. Lo decimos: Schilnet. Señor Schildknecht, nos corrige Natalia, suena la jota dos veces. Después lo repasan, nos manda y continúa con el protocolo. El señor Schildknecht va a llegar a las 12.05. Va a ser quien reciba a las autoridades, y va a ser el primer y último orador en la presentación del nuevo emprendimiento de la empresa, ¿de acuerdo?
A medida que habla Natalia, va mirándonos a todos, a cada uno de nosotros. Todos vamos asintiendo con la cabeza sus indicaciones. Cuando llega a mí no logro concentrarme en lo que está diciendo. Me mira como los mira a los demás, pero yo siento que me mira diferente.
Una cosa importante, dice, el señor Schildknecht es epiléptico. No va a suceder, pero tenemos que estar preparados para todo. ¿Saben qué hay que hacer si tiene un ataque de epilepsia? Termina la pregunta mirándome a mí, que estoy asintiendo con la cabeza por pura inercia.
—¿Qué hay que hacer, Pablo?—Agarrarle la lengua —digo.—No —me corrige Natalia y ahí vuelve a mirarnos a cada uno de nosotros. No hay que agarrarle la lengua. Eso es un mito y es peligroso. Lo recostamos de costado, le aflojamos la ropa y la corbata, el señor Schildknecht va a tener corbata, como corresponde a quien se viste formal, y esperamos dos minutos a que se le pase, ¿de acuerdo? No va a suceder, pero estemos preparados por si sucede.
Después del repaso todos nos dispersamos. Veo que estoy libre y decido ir por la factura con rut. Salgo y me cruzo a Natalia, sola, fumando. El viento le hace bailar el vestido y le dispersa el pelo. Me gustaría estar escondido y mirarla.
—¿A dónde vas? —me pregunta.—Voy a buscar la factura del adaptador.—¿Te olvidaste de la factura?—No, lo que pasa es que no le andaba la impresora, y quedé en ir en un rato.—Olvidate de la factura, quedate acá.—Bueno —le digo.—Nos va a agarrar el ciclón en el medio del evento, la puta madre —dice.
Want to make the most of this fresh summer crop? https://t.co/g8rLtZx0Se
— BBC Good Food Tue Jul 27 11:00:08 +0000 2021
Termina el cigarro y se agacha para apagarlo en el piso. Mete la colilla en el nailon que cubre la caja de Lucky Strike. Después saca un frasco de alcohol en gel, se frota las manos, las sacude para secarse, y finalmente se las lleva a la nariz. Nada de lo que hace es normal, pero todo lo hace con absoluta naturalidad. Pienso en el cuento de esta mañana. En ella hartándose de un mal chuponeo. Me la imagino desnuda, me la imagino dormida. ¿Cuánto demoraría en hartarse de mí?
Mira hacia el piso. Le sigo la mirada y descubro mi pie con su complejo de segundero.
—¿Estás nervioso?—No —le digo—. En realidad sí, un poco, pero no es por eso que muevo el pie.
Leé también
Un muerto más, un cuento de Rosario Lázaro Igoa
Llega el señor Schildknecht. Llegan los invitados, las autoridades. Todo sucede perfectamente hasta la mitad del discurso del señor Schildknecht. El hombre está hablando con buena capacidad oratoria. Hace chistes, tiene a todos atrapados. Hasta que el viento comienza a soplar fuerte, a producir silbidos por los marcos de las puertas. Los invitados comienzan a tomar conciencia del ciclón. Empieza a llover torrencialmente. El ruido tapa el discurso. El señor Schildknecht se va poniendo nervioso. Primero sonríe e intenta recomponerse. Pero, cuando vuelve a hablar, apenas tiene voz. Lo vemos sudar, llevarse la mano a la boca para toser y aprovechar para aflojarse la corbata. ¿Se viene un ataque de epilepsia? Veo a Natalia llevarse una mano a la frente y pasarle la carpeta que llevaba a otra chica. Sin pensarlo mucho, me acerco al estrado.
—Señor Schildknecht—digo, y le extiendo un vaso con agua. Bebe. —Muchas gracias, caballero.
Y luego dice a los invitados:—¿Escucharon lo bien que este hombre pronunció mi apellido? —Y los invitados se ríen. —
Natalia le pide al sonidista que suba el volumen del micrófono y el señor Schildknecht retoma su discurso de buena manera. Después, ella me mira y me hace un corazón juntando las manos. Yo levanto el pulgar.
El ciclón hizo que el brindis se extendiera aunque nosotros ya podemos irnos. Entro a la oficina del fondo para cobrar. Natalia está sentada con los pies arriba de otra silla y los ojos cerrados. Tiene un cigarro sin encender en la mano. La chica me paga.
—Estamos tratando de organizar la vuelta. Está bastante bravo afuera. ¿Vos dónde vivís?—En Ciudad Vieja.—Yo lo llevo —dice Natalia, sin abrir los ojos—. Me fumo este pucho y vamos.
Corremos bajo la lluvia hasta el auto. Me pongo el cinturón. Natalia se ata el pelo. Después baja el parasol y se mira en el espejo. Se baja los cachetes con las manos y se mira las pupilas. Primero una y después la otra.
—No me siento muy bien —me dice—, y enciende el motor.
Yo no sé qué decir. Después, varias cuadras después, digo:
—Si tuviera libreta, te diría de manejar yo.
Se ríe.
—No pasa nada. ¿Cómo pensás que manejo?—Ni idea, normal.—Sacame charla, nene, no me siento bien.—Manejás rápido, pero bien. Dominás las distancias, hacés finitos sin peligro, estacionás con una sola maniobra.—Tan, pero tan equivocado, además de alcahuete. Manejo horrible, he chocado un montón de veces —me dice. Nos reímos.
Se lleva la mano a la frente, dobla y estaciona el auto.
—Perdón —me dice—, no me siento bien. Necesito un minuto.—Todo bien, no pasa nada, ¿querés que vaya a comprarte algo?— Shhhh.
Reclina el asiento y cierra los ojos. Se pone a respirar profundo. Lleva su mano derecha hasta mi rodilla y me dice gracias bajito. Enseguida saca la mano. Tuerce la cabeza y se suena el cuello.
—Si tengo un ataque de epilepsia, no me agarres la lengua.
Después, la respiración le cambia y me doy cuenta de que se durmió. La lluvia dándose contra el auto parece tener un efecto hipnótico, tranquilizador. Miro las copas de los árboles, arqueándose de un lado hacia otro. Trato de calcular si llegarían hasta el auto, en caso de caerse. Parece que no, pero por poco.
Me miro el pie y por primera vez lo encuentro inmóvil, dormido como Natalia. Recién entonces me quito el cinturón de seguridad. Reclino mi asiento y me acurruco de costado, mirando a Natalia. No tengo ninguna intención de quedarme dormido.
*Agradecemos al autor y a la editorial Pez en el Hielo por la autorización para publicar este relato.